El enfoque tradicional de gestión social, centrado en beneficios y acuerdos puntuales, no resuelve los problemas estructurales del territorio. (Fuente: Agencia Andina)
El asesinato de trece personas en una mina de Pataz, en el departamento de La Libertad, conmocionó a todo el Perú, pues no solo puso en relieve la crisis de seguridad que sufre el país, sino el peligro que pueden enfrentar los trabajadores que desarrollan sus labores en proyectos que colisionan o conviven con economías ilegales y, especialmente los gestores sociales, a quienes muchas veces su rutina les exige convertirse en el equipo de avanzada o realizar acciones de relacionamiento fuera de la seguridad que le puede brindar un campamento que cuenta con todas las medidas de seguridad.
Pataz ha expuesto los límites de un enfoque tradicional de gestión social centrado en beneficios materiales inmediatos sin abordar las raíces estructurales del conflicto: pobreza, informalidad, ausencia de justicia y control territorial por parte de economías criminales.
La gestión social, que en el Perú de los últimos veinte años se ha convertido en una herramienta clave en la relación entre proyectos de inversión y las comunidades especialmente en territorios vulnerables y de débil presencia estatal, orientada a mitigar impactos, prevenir conflictos y promover desarrollo, hoy se expone debilitada ante estas dinámicas ilegales que superan su capacidad de intervención.
Según el proyecto y la ubicación, las empresas pueden convivir con un abanico de actividades ilícitas como narcotráfico, minería ilegal, tala ilegal y extorsión con diferentes denominaciones, formas y rostros que, a su vez, se convierten en oportunidades de desarrollo para una población donde sus necesidades no son atendidas por el Estado.
Esta situación exige un nuevo perfil de gestor social que supere el paradigma asistencialista o comunicacional, para formar profesionales con competencias más sofisticadas, asociadas al análisis territorial, conocimiento de las economías ilegales, inteligencia social y la capacidad de identificar claramente los límites del deber, el derecho, el riesgo y la ilegalidad.
Es un momento clave para que las empresas dejen de mirar desde la vereda del frente el fracaso del Estado o su incapacidad de respuesta para cerrar brechas en zonas de su especial interés, y se involucren promoviendo políticas corporativas más asentadas en el desarrollo territorial, rediseñando sus gerencias de gestión social, orientándolas a lograr identificar alianzas con actores con legalidad y legitimidad en territorio, promoviendo ciudadanía para la recuperación y protección de espacios estratégicos que están siendo tomados por estas economías oscuras.
La gestión social debe de dejar de ser una herramienta de reputación o un requisito operacional para lograr la firma del acta para pasar a convertirse en un pilar estratégico para la consolidación de espacios de legalidad, transparencia e inversión social para el desarrollo territorial.
Por lo tanto, las áreas de gestión social ya no pueden seguir limitándose solo a gestionar permisos ni administrar relaciones. Están llamadas a convertirse en aliadas estratégicas del Estado para cerrar brechas, anticipar riesgos y defender la legalidad en los territorios porque allí donde la gestión social es débil, las economías ilegales avanzan y construyen una gobernanza en un estado paralelo donde gobierna la extorsión, el sicariato, el dinero mal habido, la explotación laboral y el despojo de los derechos fundamentales de los ciudadanos que viven en esas comunidades.